lunes, 20 de abril de 2009

IN MEMÓRIAM:Las FARC-EP, la herencia vital de Marulanda

El tiempo corre deprisa. Quién lo creyera, nos aprestamos a conmemorar el primer año del fallecimiento del Camarada Manuel Marulanda Vélez, y todavía no salimos del asombro que nos produjo su muerte. Es más, aún no logramos hacernos a la idea de que nuestro máximo Comandante haya en verdad fallecido. Es como si sintiéramos que no es cierto, que es imposible que el Viejo Manuel nos haya abandonado para siempre.
Es que cuando termina una vida así, el alma de quienes la sobreviven experimenta el abrumador peso de la ausencia a cada instante, padece la angustia sin límites de la pérdida irremediable, se aflige confundida y temerosa de cara a un porvenir privado de la segura conducción del maestro. Pero esta vez, aunque la huella del dolor y la herida profunda en el pecho permanecen abiertas, todos en las FARC seguimos sintiendo presente a Tirofijo.
Porque su legendaria puntería política y militar, reproducida nueve veces, se encuentra bien afinada en los actuales miembros del Secretariado Nacional de las FARC. Porque su inmensa capacidad de resistencia, se conserva intacta en los miles y miles de guerrilleros que combaten con sus mismos valor y astucia a los fascistas de siempre, que inútilmente intentan doblegarlos. Porque su ejemplo de entrega total a la causa popular perdurará para siempre.
Hasta para decir adiós, el Viejo Manuel se burló de la oligarquía y el imperio. Los dejó viendo un chispero, soñando con que lo habían matado en un bombardeo, ilusionados estúpidamente en el acabose de las FARC. Marulanda se marchó tranquilo, por obra de esa ley natural inquebrantable, rodeado de sus allegados, atendido por su compañera, después de luchar con las armas sesenta años y tras dejar todo cuidadosamente organizado hacia el futuro.
Son innumerables las certezas que nos señalan a diario que Marulanda vive. Desde los años 50, un incierto número de gobiernos de los Estados Unidos y Colombia, ensayaron contra él toda su pericia militar. Miríadas de bombas buscaron despedazar su humanidad, centenares de campañas de exterminio, toneladas de propaganda negra, recompensas cada vez mayores por su cabeza. Ni siquiera una sola vez alcanzaron a herirlo. Siempre resultó inalcanzable.
Sólo lograron verlo cuando él quiso. Rodeado de compromisos y garantías conquistados en el fragor de las batallas y con el único propósito de hablar de paz. Entonces también pensaron sus eternos enemigos en vencerlo, convencidos de que un hombre salido de la montaña sería fácil presa para sus engañosos tratos. Pero ese hombre sabía hablar de los intereses más sentidos del pueblo de Colombia. Y jamás aceptó trocarlos por migajas.
Hay que ver el modo como lo amenazaban, los términos de cada ultimátum. Siempre le señalaron que era la última oportunidad de salir bien librado de su quijotada. Manuel no se inmutaba por eso. Poseía la clarividencia suficiente para entender que el problema no era él, ni la lucha de las FARC. Veía que el problema estaba en la injusticia reinante, en la persecución política, en la falta de soberanía, en la pobreza de su gente. Era eso lo que tenía que acabarse.
Revolucionario integral, no podía aceptar que además de las desgracias que acarreaba a su patria el hecho de que se hubieran hecho a ella avarientos y violentos potentados de afuera y adentro, se pretendiera que fuera el sufrido pueblo colombiano el que tuviera que humillarse y pedir perdón por haberse alzado en armas contra sus opresores. Para que más encima todas las cosas continuaran igual o peor que antes del levantamiento.
No. Los directos responsables de la tragedia nacional, los grandes personajes de la política liberal conservadora y su degeneración uribista, los afortunados amos de cuyos palacios salieron las órdenes, los despiadados verdugos del pueblo que llevaron la confrontación a extremos tan salvajes, todos ellos eran los llamados a hacer concesiones, los obligados a renunciar a sus privilegios, los encargados de ceder una considerable porción del poder.
Era de ese modo como Manuel Marulanda Vélez concebía la solución política al conflicto. Y así logró que se plasmara formalmente en el famoso documento que serviría de base a los diálogos del Caguán. Esa Agenda Común para el Cambio por la nueva Colombia, suscrita en el año 99 en la Mesa de Diálogos, sintetizó de manera formidable el mínimo de aspiraciones que sería necesario colmar para firmar un gran acuerdo nacional de reconciliación.
Compromiso serio que el Establecimiento estaba a años luz de desear cumplir, pese a su asentimiento y sus firmas. Para esos días, como antes y ahora, la oligarquía colombiana no estaba dispuesta a admitir que tras los fusiles de la insurgencia se refugiaran ideas. Engreída en su soberbia apostaba a que en la mente de los campesinos, los obreros, los indios y los negros de las FARC no había espacio para la filosofía, la política, la economía y las leyes.
Manuel Marulanda lo sabía, discernía con precisión que las intenciones del régimen eran tan solo las de ganar tiempo para emprender una embestida sin antecedentes. Guerrero nato, animado de inquebrantable fe en las energías justicieras del pueblo colombiano, en el carácter imbatible de su histórica resistencia, procuraba forjar a un tiempo el cuerpo de mandos, la infraestructura, la cantidad y calidad de sus continuadores en la brega.
Y esos son las FARC, el Ejército del Pueblo, que un año después de la partida de su Comandante en Jefe, se bate con singular heroísmo en campos y ciudades de la geografía patria. Despreciados, calumniados y estigmatizados por sus enemigos, los herederos de Manuel recuerdan que están próximos a celebrarse los 45 años de la operación Marquetalia. Tienen la seguridad de salir airosos, como en su momento lo lograron Marulanda y los suyos.
Porque aman a Colombia y a su gente. Porque respiran el cálido aliento de un pueblo que los acompaña y apoya por encima de la brutal represión militar y paramilitar. Porque saben que algún día, cuando se escriba sobre la historia de la dignidad y el coraje de su raza, ocuparán su sitial de honor en la epopeya. Porque quedará constancia eterna de que nunca antes, ni durante tanto tiempo, un hombre y un pueblo hicieron tantos méritos para alcanzar respeto.

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