viernes, 4 de julio de 2008

Vidas paralelas

Las vidas de Ernesto Che Guevara y Salvador Allende, de quienes ahora se conmemora el natalicio, podrían considerarse como los polos apuestos en la acción política. Es común que se destaque el camino guerrillero del Che en contraste con el derrotero civilista y pacífico del presidente chileno.
Pero si se consideran las condiciones específicas que cada uno tuvo que afrontar es posible concluir que tales diferencias se convierten en aspectos secundarios ya que cada cual, frente al mismo reto, respondió de la única manera que le permitía la realidad. Allende optó por el camino de las urnas pues eso indicaba "el análisis concreto de la situación concreta" en su Chile natal. Guevara, en cambio, primero en Guatemala y luego en Cuba y Bolivia, entendía que solo el levantamiento armado garantizaba la victoria popular y el fin de la tiranía. La violencia revolucionaria en Latinoamérica ha sido siempre la respuesta popular a la opresión y la violencia de las minorías que detentan el poder y la riqueza. La elite criolla defiende sus privilegios mediante democracias mentirosas diseñas a la medida de sus intereses y, si es del caso, aún desconociendo su propia legalidad. En realidad, el predominio del estado de derecho constituye una excepción, momentos pasajeros entre períodos muy largos de represión y muerte. En este contexto el Che resulta más acorde con el medio social latinoamericano mientras Allende es visto casi como una excepción, como un caso único mediante el cual la izquierda llega al poder por medios pacíficos para construir el socialismo. Allende aceptó el reto de ajustarse a las reglas de juego de la burguesía; sabía bien que desde siempre la oligarquía chilena y el imperialismo había usado la violencia cada vez que vieron en peligro el sistema. Confió sin embargo en que la unidad del pueblo neutralizaría los planes de la oposición y las maniobras de Washington, detendría las armas en los cuarteles y evitaría el baño de sangre. Guevara, por su parte, dejó claro en su famoso texto "La guerra de guerrillas" que el alzamiento en armas solo se justificaba contra gobiernos dictatoriales, contra satrapías y no cuando la democracia formal funcionaba razonablemente. Ambos eran marxistas convencidos, aunque marxistas heterodoxos al igual que los grandes dirigentes revolucionarios del socialismo.
El Che no ejercía la violencia revolucionaria por vocación ni Allende apostaba por las urnas como resultado de algún secreto pacifismo. Pero cuando la muerte apareció como la alternativa final entre la consecuencia y la claudicación, ambos rubricaron con su sangre el compromiso que les había guiado desde siempre. Cada cual a su manera, pero defendiendo los mismos ideales. No es una pura coincidencia que ambos caigan en combate, el uno asesinado por la CIA y sus esbirros criollos; el otro asediado por la soldadesca de un militar mediocre y obediente, dirigido desde bambalinas por un criminal de guerra llamado Henry Kissinger. Ambos, devorados por la vorágine de violencia que caracteriza estas sociedades de profundad desigualdad, enorme injusticia y explotación infame.
Allende aconsejó a los trabajadores una resistencia pacífica frente a los golpistas, en el convencimiento de la imposibilidad de ganar ese combate de otra manera. Nadie podía imaginar la dimensión brutal de la dictadura que se avecinaba. Como adivinando la salida violenta del proceso sostuvo poco antes del golpe militar: "La dictadura contrarrevolucionaria no será capaz, por cierto, de abrir posibilidades al país ni de acallar, por el imperio de la fuerza, la legítima rebeldía de los chilenos altivos y combatientes".
Allende sabía que las bases sociales de la Unidad Popular no estaban preparadas para una guerra civil. Toda la propaganda negra que alentó el golpe acusando al gobierno de tener armas y contingentes dispuestos a desconocer la legalidad quedaron desmentidas cuando los trabajadores tan solo respondieron con la ocupación pacífica de las fábricas, resultando víctimas de una represión sangrienta que horrorizó al mundo.
Guevara confió en que la chispa encendida en la selva boliviana desatara un incendio, a extenderse por todo el continente. No fue así. Comprobó muy tarde que las condiciones no estaban maduras para una guerra popular pero mantuvo su empresa revolucionaria hasta el final. Igual que Allende, quien fiel hasta el sacrificio máximo decidió correr la misma suerte de los miles que perecieron defendiendo el gobierno legítimo de la Unidad Popular. Más tarde, la bandera guerrillera del Che, en otras guerras revolucionarias vendría a confirmar que frente a las dictaduras solo es viable la insurgencia armada; más tarde también, grandes movimientos de masas parecen indicar que el camino civilista de Allende puede recorrerse cuando las condiciones lo aconsejan. En ambos casos, tan sensato es evitar una guerra innecesaria, como responsable asumir las consecuencias de una confrontación inevitable.
Pedirle a Allende encabezar un levantamiento armado carecía de realidad. El coste de apostar por la vía pacífica al socialismo tenía que ser asumido entre otras cosas porque era el deseo de la inmensa mayoría de los trabajadores chilenos. De igual manera, negarle al Che la legitimidad de hermanarse con los pueblos africanos en su lucha contra las formas viejas y nuevas del colonialismo o condenar su empeño de encender la llama de la insurgencia entre las masas pobres y humilladas de Latinoamérica constituiría un acto de complicidad con los opresores.
Guevara cumpliría hoy 80 años; Allende, 100. Ambos están ya instalados y vivos en la memoria de estos pueblos. Lejos de ser simples iconos manoseados por la publicidad, permanecen allí, como pruebas fehacientes del instinto criminal de unas oligarquías criollas siempre dispuestas a convertir en bacanal de sangre toda manifestación de descontento. Guevara como guerrillero y Salvador Allende como presidente legítimo mueren con las armas en la mano defendiendo cada cual a su modo los ideales de justicia social que despertaron en ellos las tempranas lecturas de Marx y el contacto impactante con la miseria de sus pueblos. Médicos de profesión, marxistas heterodoxos y consecuentes, pasan a la historia como grandes figuras populares, como la encarnación del compromiso y la consecuencia, como referentes éticos para todos el que aspira a un mundo libre de explotación y miseria. A sus asesinos en cambio la memoria colectiva les reserva el oscuro rincón de una letrina.
Confirmando que resulta imposible matar las ideas cuando se meten en el corazón de la gente, al grito de "¡Sandino vive!" los nicaragüenses - arma en la mano- derribaron la sangrienta dictadura de Somoza; al grito de "¡Alfaro vive, carajo!" los ecuatorianos enterraron en las urnas la pesadilla del neoliberalismo; lo propio hacen los venezolanos inspirados en la figura del Libertador Bolívar y evocando a sus héroes legendarios los indígenas de Bolivia hacen lo propio. Y quedan muchos como el Che, muchos como Allende que reviven por doquier en tierras americanas.

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